Soy Fabián Gallardo Díaz, cocinero, investigador y educador con más de 25 años de trayectoria en el mundo de la gastronomía, formado por el gran Maestro Chef Joseph Gander , Sheraton hotelería internacional y en la educación técnico-profesional y producción de eventos con sentido cultural e internacional .
Nací y crecí en el Chile Central, un territorio que me marcó profundamente y que con los años se transformó en el eje de mi vida profesional: visibilizar su cultura alimentaria, sus saberes olvidados y los oficios visibilizados, a través de la cocina.
Mi formación combina experiencia en cocina internacional, gestión gastronómica y educación. Fui parte de hoteles, banqueteras, festivales, proyectos académicos y sociales que me permitieron desarrollar una mirada amplia sobre el rol de la alimentación en la identidad de los pueblos. Desde hace más de una década, he dedicado mi energía a consolidar lo que hoy conocemos como Cocina Territorial, un enfoque que cruza la ciencia, la cultura, la sostenibilidad y el patrimonio con la práctica culinaria, tanto en espacios educativos como comunitarios.

He sido investigador y formador en la región de O’Higgins y colaborador de instituciones como FUCOA, la Universidad de O’Higgins, la Universidad Central y la Red Explora. He publicado recetarios, participado en la elaboración de libros patrimoniales y liderado la serie documental “Cocina Territorial”, que fue la base para el primer libro del Patrimonio Alimentario de la región de O’Higgins.
Actualmente, dirijo la Escuela de Cocina Territorial, un espacio de formación no convencional que promueve la alimentación consciente, la cocina estacional, la economía circular y el vínculo profundo entre las personas y sus territorios. Además, he representado a Chile y a nuestra cultura culinaria en congresos internacionales, y he sido expositor en universidades de México, fortaleciendo la conexión entre gastronomía, salud y cultura.
En paralelo, he producido y coordinado dos congresos y seminarios internacionales en Chile, uno de ellos recorriendo cinco comunas con actividades de cocina en vivo, charlas, registros patrimoniales y encuentros con comunidades locales, académicos y cocineros de todo el continente.
¿La cocina como carrera u oficio? ¿Cómo la ves?
La cocina es, sin duda, ambas cosas: oficio y carrera. Pero en su origen más puro, es primero un oficio que se aprende con el cuerpo, con las manos, con la observación y la repetición al lado de quienes han cocinado toda la vida, muchas veces sin títulos ni reconocimientos. Es un saber que se transmite en el calor del hogar, en la olla común, en la cocina comunitaria y en la conversación cotidiana. Es allí donde nace la cocina real, la que alimenta a los pueblos.

Después, con el tiempo, esa experiencia puede profesionalizarse como carrera. Las escuelas, los institutos y la academia han jugado un rol importante en ordenar, teorizar y proyectar la gastronomía hacia nuevos horizontes. Pero nunca debemos olvidar ni desconectarnos de su raíz cultural, emocional y comunitaria. La cocina no nace en un aula: nace en los fuegos domésticos, en las manos curtidas de nuestras madres, abuelas y maestras populares. Ellas son las grandes portadoras del oficio, las verdaderas cocineras que alimentan con amor y sabiduría, muchas veces sin ser nombradas.
Como educador, defiendo la importancia de formar cocineros con oficio y vocación, pero también con conciencia. Porque una buena cocina no es solo técnica: es identidad, memoria y compromiso con el entorno. Por eso mi trabajo está enfocado en dignificar el oficio, sin romantizar la precariedad y, al mismo tiempo, en promover una carrera profesional que valore la historia y el patrimonio cultural de nuestros territorios.
¿Al momento de crear, qué te inspira?
Mi inspiración nace desde la memoria emotiva. Los recuerdos de sabores, aromas y momentos vividos junto a mi familia y mi territorio son la base de todo lo que creo. Me mueve el relato que hay detrás de cada preparación: quién lo cocinaba, cuándo, para quién y con qué intención. Cocinar no es sólo transformar ingredientes, es narrar una historia, evocar una emoción, construir un puente con la identidad.

También me inspira profundamente el entorno. La estación del año, el clima, la biodiversidad disponible, el paisaje, la energía del momento, la compañía o incluso el tipo de encuentro para el que cocino. No es lo mismo preparar un plato para una celebración comunitaria que para una cocina en vivo educativa o un acto ceremonial. Cada contexto define lo que esa comida necesita comunicar y entregar.
La Cocina Territorial que desarrollo tiene un eje clave: la disponibilidad. Crear desde lo que hay, no desde lo que falta. Eso implica mirar la despensa con ojos atentos y agradecidos: reconocer los productos locales, valorar los ingredientes humildes, y poner en juego toda la creatividad para transformarlos en una preparación única, con sentido. Es ahí donde se activa el verdadero arte del oficio, donde se honra el ingrediente y se respeta su historia.
Y por supuesto, me inspira el desafío. Cocinar es una forma de ofrenda. Es dar lo mejor de uno mismo a otros. Y eso me exige siempre ir un poco más allá: leer el momento, escuchar al comensal, entender el valor simbólico de lo que se está sirviendo. Para mí, ese instante de creación es un acto profundo, casi espiritual, que conecta al cocinero con el territorio, con su gente y con su tiempo.
Tu ingrediente o producto predilecto es:
Me cuesta elegir solo uno. La riqueza de nuestra despensa territorial es tan vasta, diversa y cargada de historia, que sería injusto reducirla a una sola expresión. Cada ingrediente tiene un valor único, cultural, simbólico y nutricional, y mi cocina siempre busca poner en valor esa pluralidad. Por eso, cuando cocino, elijo lo más fresco, lo más abundante del territorio y la estación, y sobre todo, lo más pertinente según el momento, el lugar y la persona o comunidad para quien estoy cocinando. La cocina, para mí, es una ofrenda viva, y el ingrediente debe estar a la altura de ese gesto.
Dicho eso, hay ingredientes que llevo siempre conmigo cuando viajo o represento a mi territorio. El primero es el cochayuyo, o kollof, alga sagrada con vestigios de consumo humano de hace más de 13.000 años en Monte Verde, Puerto Montt. Este producto marino no sólo es versátil y profundamente nutritivo, sino que también nos conecta con nuestra historia más antigua y con el mar chileno como fuente de vida, cultura y futuro sostenible. Es un ingrediente olvidado por muchos, pero imprescindible para entender quiénes somos y hacia dónde podemos proyectarnos desde una alimentación consciente.

Otro producto que siento como símbolo de identidad profunda es la quínoa del secano costero, conocida por los pueblos originarios como Dahue o Dawe. A diferencia de la quínoa andina, este eco tipo crece a nivel del mar y tiene una expresión completamente distinta, tanto en sabor como en historia. Según estudios arqueológicos liderados por la Dra. María Teresa Planella y otras investigadoras, se han encontrado evidencias de su consumo en nuestra región desde hace más de 11.000 años, como lo demuestran los análisis de polen en la laguna de Tagua Tagua. En paralelo, sigue viva en la actualidad a través de prácticas como la Fiesta de la Virgen de las Nieves en Paredones, que celebra la siembra y cosecha de la quínoa. Desde el año 2008 he participado en esta festividad con mi cocina en vivo, realizando degustaciones masivas y promoviendo su revalorización cultural y productiva entre campesinos, agricultores y comunidades locales.
Finalmente, no puedo dejar de mencionar toda la biodiversidad de productos marinos invisibilizados y no valorizados, que son únicos y exquisitos. Desde algas hasta peces olvidados, estas especies representan una oportunidad para una alimentación futura más justa, sostenible y soberana. Esta línea ha sido parte de mi trabajo de investigación junto a la Red de Ciencia y Arte de la Universidad de O’Higgins, disponible en fabiangallardo.cl/alimentario-marino-del-chile, donde agradezco profundamente a las familias mareras que han transmitido estos conocimientos de generación en generación.
En resumen, mi producto predilecto no es uno, sino todos aquellos que, con historia y memoria, nos invitan a cocinar con pertenencia y propósito.
Tu mejor elemento en la cocina es:
Mi mejor elemento en la cocina, y el primero que reconozco como indispensable, es el agua. El agua es origen, es vida. Es el componente esencial de toda existencia —animal, vegetal, fúngica— y sin ella, simplemente, no hay cocina ni mundo posible. Es el primer elemento que recibimos al llegar a la vida y el último que regresa a la tierra con nosotros. En la cocina, el agua es transporte, es cocción, es limpieza, es unión de sabores, es memoria líquida del territorio. Es lo que hidrata los granos, suaviza las raíces, despierta la levadura y transmite el calor. Respetar el agua es respetar el ciclo vital que hace posible cualquier alimento.
Pero si el agua da la vida, el elemento que me representa como cocinero es el fuego. El fuego es el símbolo de transformación, es lo que permite pasar del crudo al cocido, del alimento al plato. Es lo que exige respeto, técnica, intuición y experiencia. El fuego fue, históricamente, lo que nos permitió conservar, compartir y desarrollar nuestra cultura alimentaria. Y en mi caso personal, el fuego ha sido el centro de mi cocina en vivo, de mis ofrendas culinarias y de mis procesos creativos. Cocinar con fuego es cocinar con historia, con emoción y con conciencia del entorno.
Ambos elementos —agua y fuego— me enseñan que cocinar no es sólo técnica: es entender los ritmos, los equilibrios y los símbolos del mundo natural. En mi Cocina Territorial, estos elementos no son sólo herramientas, sino protagonistas invisibles que dan vida y sentido a cada preparación.
Te encanta la comida…
Me encanta la comida en todas sus formas. Desde lo más simple, cotidiano y doméstico, hasta las preparaciones complejas y prolongadas que exigen técnica, paciencia y saber acumulado. Me fascina la diversidad de expresiones que existen en las cocinas territoriales del mundo: esas formas únicas en que cada cultura se relaciona con sus ingredientes, sus utensilios, sus tiempos y sus significados. Cocinas con estructura académica o sin ella; con vajilla sofisticada o con las manos directamente; con manuales escritos o sólo con transmisión oral.

Valoro profundamente tanto el oficio como la profesión. Respeto la cocina hecha desde el conocimiento técnico, pero también —y sobre todo— la cocina que nace desde la experiencia vital, transmitida por generaciones. Me conmueve una tortilla hecha al rescoldo tanto como una fermentación cuidada por semanas. Lo que realmente me importa es la intención, el respeto por el ingrediente y el contexto cultural que da sentido al plato.
Lo que más me encanta de la comida es la posibilidad de vivir la experiencia completa de cada tradición: sentarme a la mesa, entender el origen del alimento, conocer a quien lo cultivó, apreciar los utensilios utilizados y conectarme con los relatos que acompañan la preparación. Esa experiencia va mucho más allá del sabor; es un acto de pertenencia, memoria y vínculo humano. Comer es, para mí, una forma de conocer el mundo y también de habitarlo con conciencia y respeto.
Tu preparación estrella es:
Siempre que me hacen esta pregunta —sobre todo en la sobremesa, cuando ya se ha compartido, comido y reflexionado—, respondo lo mismo: mi preparación estrella es aquella que preparo en el momento, adaptada al contexto, al entorno y a la energía de quienes están presentes. Para mí, cada comida es un acto único, irrepetible, y lo que la vuelve especial no es sólo la técnica o los ingredientes, sino su pertinencia emocional, simbólica y territorial.
Dicho eso, hay una preparación que representa de manera potente lo que soy y lo que defiendo desde la Cocina Territorial del Chile Central, en particular de la Región de O’Higgins. Es un plato que condensa las condiciones geográficas y geológicas de nuestro territorio: la cordillera, el valle, el secano y la costa, en una sola expresión culinaria. Me refiero al Can, un guiso identitario que resume siglos de historia y desplazamiento por el paisaje.
Este Can se manifiesta en diferentes versiones, como el charquicán con charqui de ganado de altura, el tomaticán con tomates agroecológicos del valle, el charquicán de trilla con chicharrón de oveja, representando la vida campesina del secano, y el charquicán de cochayuyo —también conocido como luchicán— que conecta con la costa, el mar y la memoria ancestral de nuestros pueblos mareros. Esta preparación, que parece humilde, es en realidad un mapa vivo del territorio y un relato de sus habitantes. Cada ingrediente tiene su origen, su ciclo, su historia, y en conjunto cuentan quiénes somos como pueblo.
Este guiso representa un viaje culinario, pedagógico, histórico y afectivo: une saberes campesinos, prácticas indígenas, conocimientos migrantes y memoria oral. Es una comida que puede ser servida en una cocina comunitaria, en una escuela, en una feria del patrimonio o en un congreso internacional. Y en todos los casos, entrega el mismo mensaje: la cocina es territorio, es identidad, es raíz y es futuro.
Para comer, ¿qué tipo de comida recomiendas y lugar?
Para comer, recomiendo sin duda la cocina de temporada y de territorio, aquella que respeta los ciclos naturales de la tierra, la biodiversidad local y el trabajo de los pequeños productores. Es la cocina que se construye desde lo que hay, no desde lo que se impone. Esa que, más que sólo alimentar, comunica y enseña. Porque cuando un plato tiene coherencia con su entorno, con su cultura y su geografía, el sabor es auténtico y el mensaje es profundo.

Y si me preguntan por un lugar para comer… les digo con sinceridad: háblame, y yo te cocino. Porque más allá de los espacios tradicionales, he creado un formato íntimo y personalizado de experiencias gastronómicas con sentido, en las que cada cena es una vivencia irrepetible, cargada de historia, sabor y memoria. Pueden encontrarme en www.fabiangallardo.cl y reservar para estas cenas culturales limitadas, donde elevamos los productos, el paisaje y las personas a un nivel simbólico y sensorial muy especial.
Estas cenas que son para comer, además son para vivir el territorio en la mesa. A través de una narrativa que cruza historia, geografía, arqueología y antropología, hacemos un recorrido que podría compararse a viajar por las rutas de los ríos chilenos, desde su nacimiento en la cordillera, pasando por los pueblos que se han asentado en sus riberas, hasta llegar a su desembocadura en el mar. En cada tramo, cambian las materias primas, las técnicas, los sabores y los productos, reflejando la diversidad de nuestro país de una forma transversal, distinta al clásico norte-sur. Estas rutas fluviales, muchas veces invisibilizadas, fueron históricamente canales de comercio, cultura y resistencia. Cocinar a partir de ellas es recuperar su valor profundo.
Por eso, mi invitación es clara: atreverse a descubrir la cocina que nace del paisaje, del relato y de los pueblos. Comer no sólo para llenarse, sino para conectarse, para pertenecer.
Un aprendizaje en gastronomía:
En el mundo de la gastronomía, uno de los aprendizajes más importantes —y muchas veces menos visibilizados— es que formar cocineros va mucho más allá de enseñar técnicas culinarias. Se trata de formar personas completas, con identidad, con ética y con una profunda conciencia de su rol social y cultural. En un rubro tan exigente como este, es fundamental fortalecer la dimensión emocional del futuro cocinero o cocinera. No basta con saber cocinar bien: hay que aprender a mantener la calma bajo presión, a trabajar en equipo, a liderar con humildad y a sostenerse cuando los ritmos del servicio se vuelven extremos.

Un cocinero emocionalmente fuerte no sólo resuelve problemas en la cocina: es capaz de sostener su propósito, de cuidar al equipo, de comunicar con claridad y de tomar decisiones que impactan en la experiencia del otro. Porque cocinar, en su raíz más profunda, no es sólo transformar alimentos: es transformar vidas. Nuestra labor es brindar bienestar, crear comunidad, activar memorias, sanar y conectar. Es una misión noble, y por eso la formación debe ser integral.
En mi experiencia como formador y como cocinero del territorio, creo firmemente que los valores son tan importantes como las recetas: la sostenibilidad, el respeto cultural, la soberanía alimentaria, el uso consciente de los recursos, la humildad frente a los saberes tradicionales y el reconocimiento a quienes han sostenido nuestras cocinas por siglos —especialmente las mujeres y los cultores invisibles—. Esa formación con sentido es la que deja huella y construye futuro.
Hoy, más que nunca, debemos educar para la vida. Porque si bien la gastronomía es una industria, también es un acto cotidiano de amor, conciencia y pertenencia para nutrir nuestras almas.
¿Qué opinas sobre la cocina chilena?
La cocina chilena no puede ser entendida como una sola, ni encasillada en una definición única o centralista. Chile es un país largo, diverso y profundamente mestizo, con una historia culinaria compleja y un territorio lleno de contrastes que ha dado origen a múltiples cocinas. Cada una con su identidad, su geografía, su temporalidad y sus relatos.


Desde los vestigios de la paleodieta en la laguna de Tagua Tagua, que nos muestran los hábitos alimentarios de hace más de 11.000 años, hasta las expresiones contemporáneas de los cocineros territoriales, la cocina chilena es una suma de culturas, rutas migrantes, adaptaciones y resistencias. En ella conviven la cocina indígena (mapuche, huilliche, aymara, rapa nui, diaguita, changa, kawésqar) con sus saberes milenarios; la cocina criolla y campesina del Chile profundo; la cocina huasa que refleja el alma del campo central; la cocina marina y costera que recorre desde el norte pesquero hasta los archipiélagos australes; la cocina de arrieros y cordilleranos, rica en técnicas de conservación; y también las influencias de las migraciones europeas —alemana, italiana, española, inglesa— que llegaron para quedarse e integrar sus sabores al repertorio local.
Tenemos cocinas altiplánicas, de secano, de valle, de isla y de fiordo. Tenemos una cocina insular en Chiloé, con su sistema agroalimentario único, y otra muy distinta en Rapa Nui, marcada por el pacífico profundo. Y tenemos también una cocina patagónica, de fuego lento y vida nómade, que representa la sobrevivencia en condiciones extremas.
Por eso, hablar de la cocina chilena es hablar de una red de cocinas, de patrimonios alimentarios diversos, de una identidad en permanente transformación. Hoy más que nunca, es necesario visibilizar y reconocer estas múltiples expresiones como parte del patrimonio cultural de la nación, y avanzar hacia una narrativa culinaria que sea representativa, inclusiva y territorialmente justa.
En lo personal, mi trabajo con la Cocina Territorial busca justamente eso: reconstruir esa gran despensa nacional desde sus bases vivas, desde los cultores, campesinos, pescadores, cocineras populares, familias guardianas de semillas y cocinas invisibilizadas que han sostenido esta diversidad por generaciones. Porque si hay algo que define a la cocina chilena, es su capacidad de resistir, adaptarse y contar historias a través del sabor.
Por: Caro Aliaga M.
Imágenes: Cedidas.